Las remotas Filicudi y Alicudi permanecen felizmente tranquilas y salvajes. Esta primitiva cualidad las hace mágicas y auténticas, y es aprovechada por lugareños, italianos informados, algunos creativos que se han enamorado de su autenticidad indeleble, y un puñado de visitantes que las consideran un refugio de otros lugares que prefieren no frecuentar.
En Filicudi, los 3 pueblos están conectados por viejos caminos de cornisa, todos a pocos minutos a pie. Ver la puesta de sol desde una terraza suele ser siempre un evento principal. Los días pasan entre entre el mar, café recién hecho y una granita helada. El tiempo transcurre lento al ritmo de la marea. Salir a cenar significa codearse con pescadores y familias en alguno de los pocos lugares de la isla, como el "Grand Hotel Sirena". Suena a contradicción, pero también hay otros "lujos": visitar al artista-ermitaño (o el ermitaño-artista) Gisbert Lippert, que vive en una cueva desde hace más de 50 años, o ver el amanecer en Fossa delle Felci.
Alicudi tiene la misma fisionomía y calidad rústica que su hermana mayor, pero es aún un poco más salvaje. No hay cajeros automáticos ni alumbrado público, y la escasez de restaurantes significa que el mejor lugar para comer será la casa del pescador más buscado de la isla, cuya invitación, con suerte, quizás sabremos recibir. Habitada desde el Neolítico, los burros son los que transportan las mercancías. Llegar a cualquier lugar requiere de un ascenso empinado a pie por el cono volcánico de la isla. Abundan las flores silvestres, hinojo, higos, menta, retama amarilla y orégano. Las rocas se extienden por doquier hasta un mar cristalino, el litoral es famoso por sus numerosas cuevas. La belleza natural y salvaje de esta isla virgen y remota no es para cualquiera.
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